Al ser su pequeño cuerpo incapaz de seguir adelante solo su tesón le daba fuerzas. Aferrado al libro que acababa de robar, su única meta era tirarlo por el límite de La Ciudad de las Nubes, el lugar donde siempre había vivido.
Sus pequeñas alas atadas y sin vida no podían ayudarle. Sus ojos solo podían desprender lágrimas por su pueblo torturado y casi extinguido. Tenía que llegar al límite y lanzarlo. El mundo que existía bajo las nubes debía conocer lo ocurrido.
Recordó la llegada de los Valim como si fuera ayer. Unos habitantes que parecieron ser hombres y necesitar ayuda alcanzaron su ciudad. Recelosos por la falta de costumbre a recibir visitas, solo se acercaron unos cuantos para ver qué sucedía, era muy raro que éstos utilizaran arpías como montura para llegar, pero éstas se fueron rápidamente. Intrigados y apenados por las heridas que sufrían fueron a ayudarles “pecamos de inocentes, de inconscientes” —pensaba mientras corría. Cuando quisieron darse cuenta era tarde. No eran hombres, no sabían qué eran realmente y las arpías no se habían ido, sino que los hicieron prisioneros extendiendo una gran red sobre ellos. Intentaron escapar utilizando el aire como ayuda, su Elemento, pero la red debía tener propiedades mágicas, ahora lo entendía. Los que no habían sido capturados lo fueron más tarde y en peores condiciones. A no mucho tardar, no quedaba ninguno libre y una gran torre de obsidiana negra se levantó en mitad de la ciudad construida por las miles de Arpías que trabajaban para ellos.
Aquel recuerdo pareció renovar un poco sus fuerzas, sus piernecillas huesudas lo intentaban con tesón. Los Valim dieron un paso, él cayó al suelo, y sus cuerpos se ensancharon dejando atrás la delgada y fibrosa silueta mortecina para exhibir un conglomerado de músculos hinchados con palpitantes venas. Sus pies se transformaron en garras y sus manos, largas y huesudas, movían los dedos como cuchillas. “Corre, corre”
Otro paso. Y su rostro humanoide se arrugó asemejándose más a su parte animal. Sus ojos se ennegrecieron por completo, su mandíbula y su frente se cuadricularon y su nariz desapareció para dar lugar a dos agujeros capaces de oler el miedo de su presa. De nuevo, otro paso. Ésta vez dado por el engendro más fuerte. Háriel cayó al suelo por el movimiento de la tierra y el Valim frunció sus labios dejando al descubierto la hilera amarillenta de dientes afilados. La calva y deforme cabeza del monstruo se echó atrás para dejar salir un sonido que heló la sangre del pequeño. El grito era tanto agudo como grave. El impulso de aquel rugido le hizo sentir pánico. Un terror como jamás había experimentado. El aire que salía de los pulmones de aquella mole en vez de desinflarle parecía hincharle todavía más. Su piel se oscureció volviéndose cetrina, sus venas engordaron como si fueran a estallar y el monstruo en que aquellos seres podían convertirse apareció.
El pequeño sentía su pulso enloquecido. Sudando y con la respiración tan agitada que incluso le dolía el mero hecho de introducir el aire en sus pulmones, se levantó. No supo cómo. Famélico. Sin fuerzas después de meses de encarcelamiento y malos tratos, Háriel se preguntaba por qué. Por qué tuvieron que fiarse de ellos mientras sus pequeñas piernas seguían corriendo como nunca en su vida. Estaban demasiado cerca. Volvió a caer al suelo, pero volvió a levantarse con el poco aliento que le quedaba. “Corre” “corre”.
Habían sido un pueblo aislado y pacífico que vivía en paz con todos los habitantes. Una raza tranquila emparentada con los Silfos y las Sílfides, Elementales del Aire como ellos pero más sociables con las demás razas. Sus brillantes cuerpos de diferentes colores cristalinos eran casi mágicos a la vista de cualquiera y sus alas centelleantes, rápidas y elegantes, les mantenían en el aire como si de seres mágicos se tratara.
Nada quedaba de todo aquello. Los Valim les encarcelaron separándoles por sexos en una única celda. Apiñados. Sin comida ni agua, en el interior de aquella Torre donde no podían invocar al aire para defenderse. El elegido en salir de la celda por los Valim, nunca regresaba. Aún podía escuchar sus agudos y angustiosos gritos de dolor, mientras en el interior de la celda tan solo quedaba la súplica por una pronta muerte para el desdichado. Háriel era el más pequeño y flaco de todos, llegó un momento en el que casi podía salir por los barrotes de la celda. Con la ayuda de los que quedaban logró sacar el cuerpo, la cabeza era lo más complicado pues se atascaba en las orejas puntiagudas, por más que tiraban no lograban que saliera.
--¡Arrancadla! —suplicó a sus compañeros— Por favor. No puedo volver a entrar y es nuestra única oportunidad —le miraban tan asombrados que se quedaron inmóviles— ¡Vamos! ¡Ayudadme!
Eran un pueblo pacífico pero tenía razón. El más viejo de todos puso su cabeza de lado y le arrancó parte de la oreja de un mordisco limpio y certero. Háriel no gritó, sacó la cabeza y miró las lágrimas del mayor
—Gracias.
Salió corriendo de allí.
Pasó por un sinfín de pasillos llenos de libros de todo tipo, hablaban de plantas, de razas…pasó por cuartos llenos de mejunjes que desprendían olores distintos, vapores coloridos, abrió cajones que contenían semillas ordenadas meticulosamente, todo un arsenal de boticarios ordenado de tal forma que le descolocó por completo. No imaginaba tal cosa de los Valim. Eran expertos alquimistas.
Hasta que encontró el libro. Solitario, medio abierto en una mesa, lleno de apuntes a mano por las esquinas, con correcciones, y lo cogió. Los recuerdos le hicieron correr aún más rápido pero también el dolor era insoportable, el grito de aquellos malnacidos ni siquiera se acercaba a lo que él sintió cuando leyó lo que contenía lo que ahora abrazaba. Tenía que lanzarlo. Tenía que lanzarlo. “Corre… Corre…”
Leyó con cierto recelo el título que rezaba: “Límites e incompatibilidades - S”
Experimento número 17 Raza: Hembra Silfo Edad: 17
Estatura: Media Complexión: Débil
Estudio: capacidad de obtener el aire de su interior.
Condiciones necesarias:
*Las condiciones para llevar a esta raza a un estado en el que se cumplan los objetivos buscados, son las mismas que los vistos en los anteriores estudios.
*Sigue siendo necesario un aislamiento total.
Las dos últimas notas estaban añadidas hacía relativamente poco tiempo. El color de la tinta era más nítido y fuerte, como si fueran conclusiones que pesarosamente, alguien se había visto obligado a señalar. Observó con gesto ceñudo más detenidamente aquellas aclaraciones, esperando estar equivocado.
Resistencia al dolor: 70
Resistencia al hambre: 80
Resistencia al aislamiento: 60 (pérdida de la orientación, confusión, visiones)
Capacidad de acoplamiento: 20 (el cuerpo rechaza los metales introducidos en miembros superiores e inferiores para ser fortalecidos, a los 4 días de la implantación: Infección, tumefacción)
Éxito de procreación: 0 (sigue siendo negativo la posibilidad de mezcla entre animales y Silfos)
Compatibilidad de sangre: (primeras transfusiones satisfactorias: el nº 17 no rechaza alimento animal vivo). (Tras la sexta transfusión se aprecian fallos orgánicos múltiples, rechazo del globo ocular, el nº 17 entra en un estado de frenesí)
Conclusión: experimento fallido.
Asqueado, Háriel confirmó lo que aquellos seres querían. Quitarles su esencia, la capacidad de dominar el Elemento del aire, y luego transformarles en algo antinatural para... para… vomitó hasta no poder más. Observó por las ventanas que era de día, sin pensarlo cogió el libro y echó a correr. Evitó fácilmente a las estúpidas arpías entretenidas en sus nidos de la montaña y se internó en el bosque con la única meta de dar a conocer lo ocurrido allí, solo quería lanzarlo. Moría de rabia por dentro, quería que alguien vengara todo lo que allí había ocurrido. “Corre” “corre”.
Apenas tenía fuerzas ni para ver pero el grito desesperado del Valim le dio la pista, lanzó el libro mientras caía al suelo y de su boca exhalaba el poco aire que le quedaba haciendo un llamamiento desesperado. El Valim pasó volando por encima suyo como un rayo, pero una manada de grifos lo cogió antes que él llevándoselo con ellos. Lo último que hizo Háriel fue sonreír mientras su cabeza rodaba ladera abajo. Los Valim eran muy pocos para enfrentarse a un enemigo tan potente. Habían perdido el libro.
Abajo, en la tierra, un joven mago paseaba recogiendo plantas para su maestro. Cuál fue su sorpresa al encontrarse una manada de grifos descendiendo hacia él. Embobado admiró su belleza, hasta darse cuenta de que le lanzaban algo desde las alturas.
Era un libro. En su portada rezaba: “Limites e incompatibilidades-S”.