—¿Y por qué no? Ya era hora de mandarlo todo a la mierda. —El grupo de cuatro estudiantes salían a paso rápido por la puerta de la facultad escupiendo bocanadas de vaho. Era más de medio día, pero las temperaturas seguían sin subir de los tres grados.
—Mañana te darán la carta de expulsión ¡joder!, sólo queda un año para largarnos de aquí.
—“Os queda” —maticé sin bajar la marcha— yo todavía arrastro asignaturas del semestre pasado, “sus señorías” jamás me librarían de la cadena perpetua.
—¡Algo que podías haber remediado haciendo los trabajos que se te pidieron!
—¡No podía escribir sobre gilipolleces así! —Me giré tan bruscamente, que mis compañeros por poco se caen— ¡No repitiendo las mismas palabras que ya existen en otros libros! Todos conocen qué pasó en Auschwitz ¿Querían datos? ¡Para eso están los putos libros de historia! —Me crucé de brazos. Yo era el más alto de todos aunque bastante desgarbado.
Tenía el pelo mojado por la niebla, llevaba el horrible abrigo negro y largo, obligatorio para todos los estudiantes, abierto como si para mí el frío no supusiera ningún problema. Con la cara más desafiante que pude poner, comencé a imitar a voz en grito al rector universitario: “El 27 de enero de 1945 las tropas soviéticas entraron en Auschwitz. Se trataba del mayor complejo de campos de concentración creado por el régimen nazi y administrado por las SS. Tenía como finalidad, la reclusión de los considerados como, enemigos del régimen, el suministro de mano de obra forzada y la eliminación física de los recluidos. En él, se empleó por primera vez el mortífero gas Zyklon B, novecientos mil judíos fueron asesinados…”
—¡Callate! ¿No has tenido suficiente? —Allí estaban mis cuatro compañeros. Los mejores amigos que había tenido durante el año y medio que llevaba en aquel maldito lugar ¡Joder! Estaban verdaderamente preocupados. Andy, un lumbreras en cualquier materia de la que quisieras hablar, me empujó con autentica rabia.
Era una cabeza más bajo que yo y pesaba por lo menos veinte kilos más. Siempre había sido un tío centrado y jamás le había visto perder los nervios. Jamás hasta ese momento, claro.
—¿No es esto lo que me estáis pidiendo? —El empujón me había sentado verdaderamente mal. Ellos podían hacer lo que quisieran, no veía por qué tenían que estar detrás de mí dándome el sermón.
Ya tenía bastante con las charlas de los profesores, “así es imposible…” “no vas a llegar a nada…” “con el dineral que se están gastando tus padres…” Y es que a mí no me interesaba ninguna asignatura. Solo literatura.
Me encanta escribir. Las demás las hago porque hay que hacerlas, y es verdad que podía haberlas aprobado si me hubiera dado la gana, pero francamente, me aburro muchísimo con los trabajos que nos obligan a hacer. Lo que realmente me gusta es escribir. Y a eso, nos enseñan bien poco en esta universidad de mierda.
—¡A mí me la pela! ¡Tú verás lo que haces! Siempre estás igual, siempre te has creído superior a todos nosotros con eso de “no someterte a las normas”. Haz lo que te dé la gana, el caso es que yo saldré de aquí con la carrera terminada, sin pensar que “he vendido mis principios y mis ideas” ¡Ya no somos unos críos! —Cámeron, el guaperas, y un lameculos del tres al cuarto que haría lo que fuera por no quedarse atrás en nada.
Era un tío y vago, pero se le daba realmente bien el deporte, por eso tenía ciertos privilegios con algunos profesores. Si hubiera sido él quien que me hubiera dado el empujón me hubiera caído de culo, era enorme.
Sin embargo, también por eso, conocía a mucha gente y nos habíamos corrido unas juergas increíbles juntos.
Y ahí estaba, diciéndome eso con un puto valor aplastante como si fuera una única verdad, como si cuanto más alto la dijera, más me fuera a convencer. Cuando lo cierto era, que todos sabíamos que muchos de sus trabajos de texto se los había hecho yo para que se pudiera ir con alguna tía a follar con suerte, a cambio de algo de dinero, que por otro lado, nunca me venía mal. Para mí era una forma de sacarme unas perras fácilmente, aunque siempre tenía que bajar un poco el nivel para que los profesores no se dieran cuenta de que había hecho trampa, así que, también me aburría bastante.
Miré a Andy, a Gavin al que por alguna extraña razón que no recuerdo, siempre habíamos llamado Bob, y me eché a reír. No era de forma irónica, no me estaba riendo de ellos tampoco, simplemente me hacía muchísima gracia verles ahí plantados, con sus largos abrigos, mirándome con cara de pena, cuando en realidad, quien sentía una infinita tristeza, era precisamente yo por ellos.
Acababa de mandar, muy educadamente a la mierda, al mayor plomo de profesor de literatura que se podía tener. Hoy nos había dicho en voz alta la calificación de un ejercicio, que había sido el único por el que había tenido interés en lo que me parecía una eternidad de curso. “Nuestra primera obra” ¡Joder! Por fin nos daban vía libre tanto en la temática, como en la forma, podía ser en verso, en prosa… Nos concedían un mundo entero de posibilidades, nos liberaban de la jaula como se libera a un pájaro que echa a volar hacia el cielo.
Seguí riéndome tanto, que mis compañeros empezaron a balancearse haciéndome ver que se sentían incómodos, pero no podía parar. Lo juro.
El que más o el que menos de todos los que conocía del colegio donde nos había tocado compartir habitación, había escogido un tema correcto, incluso ellos, los únicos con los que creía tener algo en común. Así era, pero a puerta cerrada, entre nosotros, en la protección que daban las cuatro paredes del dormitorio o en las afueras del campus para hacerse los interesantes.
Ellos también habían hecho una obra sin nada que pudiese llamar la atención en ningún sentido. Si se trababa de alguna historia con personajes, bien se habían cuidado de que parecieran ángeles, vamos, que no cagaban, ni en el váter ni en su padre, no follaban, y por no hacer, ni se hurgaban la nariz.
Si habían escrito sobre algún hecho histórico, un copia y pega con el ordenador y unos cuantos cambios ingeniosos, bastaba para un trabajo cutre, poco sorprendente e imaginativo. Lo que llevábamos aprendiendo durante todo el tiempo que llevábamos allí.
El que se atrevía con el verso, ya era más valiente que la mayoría. Pero nadie, nadie, se atrevería a hacer algún trabajo de crítica periodística, investigación, o escritura de algún tipo que no se aprobara en las estrictas normas de la universidad.
A mí me dio la vena, y como siempre dicen que tengo que destacar, pues debí hacerlo, porque mi obra fue calificada con un uno y medio “valorando el esfuerzo por haberme tomado la molestia al hacerlo” según el gilipollas del profesor. A él querría verle yo. Por ahora, solamente sé que sabe leer muy bien a los grandes clásicos.
De verdad que no podía parar de reír, porque seguía acordándome de mi afortunado uno y medio y de la estúpida cara del tío mientras me lo decía. Redonda como una canica y con unos ojos muy pequeños... Realmente todo era pequeño en su cara, excepto su cabeza.
Dicen que parece que tengo la necesidad de destacar, pero ¡Qué coño! Aquella idea la tenía guardada en la cabeza desde hacía años. Era mi idea, para mi primer libro. El problema es que no debí haberlo presentado como trabajo, porque no debí pensar tampoco que me ayudaría una primera opinión de gente, que había considerado tan lamentable y triste como para tirarme por la ventana. No sé ni cómo se me había ocurrido.
Lo más increíble es que le había mandado a la mierda agradeciendo su “respetable opinión y la de todo el consejo, que para mí no tenía mayor valor que la de una plasta de perro en el suelo recién soltada”.
¡Qué otra nota me podía esperar sobre una obra de género fantástico! ¡Joder, la culpa era mía! Allí no se permitía soñar, no se nos había permitido desde el momento en el que entramos, y o te das cuenta y sales de la cárcel o te quedas con el abrigo largo hasta los pies, orgulloso de tu título, con su maravilloso sello y tu perfecto nombre escrito sobre el papel.
Tu madre, inflada de alegría a más no poder, lo colgará en el lugar más visible del salón, y enseñará a cada amiga, invitado, o desconocido que entre, el título que su increíble hijo sacó en la universidad.
Cuando pude parar de reír, vi que mis compañeros continuaban mirándome con esa mezcla de pena e incomprensión que a veces le da a la gente cuando uno hace lo que le da realmente la gana. Lo peor de todo es que allí vi la distancia insalvable que acababa de separarnos. Yo sentía tanta lástima por ellos, que había pasado de la risa a querer morirme allí mismo.
Así, que con toda la elegancia que mi cuerpo me permitió, pues ya he dicho que no soy muy ducho en la coordinación, aún estoy creciendo, hice una salvable reverencia mientras me quitaba el abrigo y lo tiraba a sus pies.
—¡A la mierda! —grité— y salí corriendo con lo puesto. La carta me importaba una mierda, mis cosas también, y en mi cuenta tenía algo ahorrado. Hacía dos semanas que acababa de cumplir dieciocho años, a fin de cuentas, no tenía que dar explicaciones a nadie..